¿Alguien vio una noticia sobre el abandono de perros en el Cajón del Maipo? La gente va en auto con cachorros, se estaciona y deja a los perros a merced del destino. Así no más. Entonces en esa zona los perros se han vuelto un problema sanitario, se vuelven salvajes y muchos de ellos, además, mueren atropellados.
La noticia pasó y uno, que tiene un problema casi zoofílico de amor por estos animales que son menos animales que el hombre, se queda pensando a ratos en ese tema. Y entonces, como uno anda de vago, termina un libro de Dylan (crónicas volumen 1), y parte a esa biblioteca que tuvo abandonada en busca de otra lectura. Entonces me topo como un libro de Arturo Perez Reverte, famoso por haber sido corresponsal de guerra durante veintiún años y además escritor de novelas bien famosas como La Tabla de Flandes o El Club Dumas (esta última fue adaptada por Polanski y llevada al cine con el nombre de La Novena Puerta, con Johnny Depp, ¿la viste?).
El asunto es que Patente de Corso recoge las mejores columnas que ha escrito en el Suplemento Dominical El Semanal. Ideal, pienso, leer columnas en este país que como dijo Parra es de columnistas. Y abro el libro en una que se llama "El no lo haría".
La noticia pasó y uno, que tiene un problema casi zoofílico de amor por estos animales que son menos animales que el hombre, se queda pensando a ratos en ese tema. Y entonces, como uno anda de vago, termina un libro de Dylan (crónicas volumen 1), y parte a esa biblioteca que tuvo abandonada en busca de otra lectura. Entonces me topo como un libro de Arturo Perez Reverte, famoso por haber sido corresponsal de guerra durante veintiún años y además escritor de novelas bien famosas como La Tabla de Flandes o El Club Dumas (esta última fue adaptada por Polanski y llevada al cine con el nombre de La Novena Puerta, con Johnny Depp, ¿la viste?).
El asunto es que Patente de Corso recoge las mejores columnas que ha escrito en el Suplemento Dominical El Semanal. Ideal, pienso, leer columnas en este país que como dijo Parra es de columnistas. Y abro el libro en una que se llama "El no lo haría".
Esta es esa columna.
"Un perro ovejero pequeño, feo y valiente, nos tuvo detenidos una vez a varios automóviles durante un rato, porque una oveja de su rebaño estaba rezagada, mordisqueando hierba en la cuneta. Y el chucho seguía quieto, en medio de la carretera como un impasible don Tancredo, con un ojo en los automóviles y otro en la mala pécora, sin moverse hasta que la tipa cruzó por fin. Entonces le tiró una rutinaria dentellada a los cuartos traseros y se fue detrás, con un trotecillo chulito y la satisfacción de haber cumplido. Fueron dos o tres minutos en que no se oyó ni un solo bocinazo. Impresionados a pesar nuestro, arrancados por un momento a la prisa y la impaciencia, ninguno de os diez o doce conductores detenidos pudo evitar rendir ese pequeño homenaje al valor concienzudo del animal. Aquel chucho era un profesional.
Hay muchas historias propias y ajenas con perros como protagonistas. En un hospital de Lugo, por ejemplo, uno cuyo dueño murió hace siete meses sigue viviendo en la puerta, después de recorrer varios kilómetros persiguiendo la ambulancia en la que su amo agonizaba. Llegó ahí exhausto, con las patas heridas por la carrera, y allá continúa, esperando verlo salir. Las enfermeras y los vigilantes del hospital, que ahora le dan comida y lo cuidan, ignoran su nombre y lo llaman Calcetines. Ésa es una historia con final feliz, pero otras no lo son tanto. En Borovo Naselje, en la antigua Yugoslavia, una mujer que fue violaqda por los chetniks serbios ante la pasividad de sus vecinos me contaba que el único defensor que tuvo al escuchar sus gritos fue su perro, un pastor alemán que estuvo peleando en la puerta de su casa y en el vestíbulo y en la escalera hasta que los agresores lo mataron de un tiro.
El mío es un labrador negro, macho y se llama Sombra. Durante mucho tiempo, cuando el arriba firmante volvía de noche más flaco y sin afeitar, con una mochila al hombro, de uno de esos territorios comanches donde se ganaba el pan, Sombra salía al jardín enloquecido de entusiasmo, moviendo el rabo y gimiendo complacido, a frotarse contra mis piernas y a tumbarse en el suelo, patas arriba, para que lo acariciase. Nunca tuvo un ladrido a destiempo, un gruñido o un mal gesto. Se queda ahí, quieto y silencioso, mirándome con sus ojos oscuros y fieles, pendiente de una voz o una caricia. Incluso cuando alguna perra en celo o su instinto de libertad lo llaman lejos y se escapa, y vuelve al cabo de varias horas sucio, sediento y fatigado, con el rabo entre las piernas porque sabe que le espera una buena bronca o una zurra por golfo y por putero, lo hace humildemente, dispuesto a llevarse lo suyo, mirándome con esos ojos leales que te desarman. Ya es viejo -tiene doce años- y morirá pronto, supong. Es un buen perro y lo echaré de menos. Y estoy seguro de que a mí, que no tengo precisamente una lágrima fácil, ese chucho puñetero me hará llorar.
En fin. Humedades sensibles aparte, todo esto viene a cuento porque hoy es el primer domingo de las primeras vacaciones de verano. Y porque a estas horas, estoy seguro que por las carreteras de este país vagan cientos de perros desconcertados, exhaustos, siguiendo la línea de asfalto por la que se fueron los dueños que los abandonaron. Pues el perro supone un incordio para las vacaciones. Una cosa es el cachorro gracioso para los niños, que se mete en cualquier parte, y otro el grandulón al que hay que vacunar, alimentar, albergar, y que te fastidia, con su presencia incómoda, el viaje en automóvil a la costa, o al pueblo. Así que al abuelo se le mete en un asilo, y al perro se le lleva a un paraje lejano, se abre la puerta y se le dice, sal, Tobi, juega un poco. Después, el propietario acelera y se larga, sin mirar siquiera por el retrovisor. Libre del jodío chucho.
¿Se acuerdan de aquel anuncio estremecedor, un perro abandonado en mitad de una carretera, bajo la lluvia, sus ojos cansados y tristes, bajo el rótulo: Él nunca lo Haría? Es cierto. Él nunca lo haría, pero buena parte de nosotros sí. Igual usted mismo, respetable lector que hojea El Semanal en este momento, acabo de hacerlo. ¿Y sabe lo que le digo? Pues que, de ser así, ojalá se le indigeste esa paella por la que van a clavarle veinte mil pesetas en el chiringuito, o se le pinche el flotador del pato y se ahogue, cacho cabrón. Porque ya quisiéramos los humanos tener un ápice de la lealtad y el coraje de esos chuchos de limpio corazón. No recuerdo quén dijo aquello de cuanto más conozco a los hombres más quiero a mi perro; pero es cierto. Al suyo, al mío, a cualquier perro."
Pronto postearé otra columna de Perez Reverte sobre los hombres que golpean y matan a sus mujeres. Es aterrador ver cómo heredamos lo peor de los españoles. Porque nos parecemos más de lo que pensamos, pero en el lado oscuro.
Quiere a tu perro. Buenas tardes.
Hay muchas historias propias y ajenas con perros como protagonistas. En un hospital de Lugo, por ejemplo, uno cuyo dueño murió hace siete meses sigue viviendo en la puerta, después de recorrer varios kilómetros persiguiendo la ambulancia en la que su amo agonizaba. Llegó ahí exhausto, con las patas heridas por la carrera, y allá continúa, esperando verlo salir. Las enfermeras y los vigilantes del hospital, que ahora le dan comida y lo cuidan, ignoran su nombre y lo llaman Calcetines. Ésa es una historia con final feliz, pero otras no lo son tanto. En Borovo Naselje, en la antigua Yugoslavia, una mujer que fue violaqda por los chetniks serbios ante la pasividad de sus vecinos me contaba que el único defensor que tuvo al escuchar sus gritos fue su perro, un pastor alemán que estuvo peleando en la puerta de su casa y en el vestíbulo y en la escalera hasta que los agresores lo mataron de un tiro.
El mío es un labrador negro, macho y se llama Sombra. Durante mucho tiempo, cuando el arriba firmante volvía de noche más flaco y sin afeitar, con una mochila al hombro, de uno de esos territorios comanches donde se ganaba el pan, Sombra salía al jardín enloquecido de entusiasmo, moviendo el rabo y gimiendo complacido, a frotarse contra mis piernas y a tumbarse en el suelo, patas arriba, para que lo acariciase. Nunca tuvo un ladrido a destiempo, un gruñido o un mal gesto. Se queda ahí, quieto y silencioso, mirándome con sus ojos oscuros y fieles, pendiente de una voz o una caricia. Incluso cuando alguna perra en celo o su instinto de libertad lo llaman lejos y se escapa, y vuelve al cabo de varias horas sucio, sediento y fatigado, con el rabo entre las piernas porque sabe que le espera una buena bronca o una zurra por golfo y por putero, lo hace humildemente, dispuesto a llevarse lo suyo, mirándome con esos ojos leales que te desarman. Ya es viejo -tiene doce años- y morirá pronto, supong. Es un buen perro y lo echaré de menos. Y estoy seguro de que a mí, que no tengo precisamente una lágrima fácil, ese chucho puñetero me hará llorar.
En fin. Humedades sensibles aparte, todo esto viene a cuento porque hoy es el primer domingo de las primeras vacaciones de verano. Y porque a estas horas, estoy seguro que por las carreteras de este país vagan cientos de perros desconcertados, exhaustos, siguiendo la línea de asfalto por la que se fueron los dueños que los abandonaron. Pues el perro supone un incordio para las vacaciones. Una cosa es el cachorro gracioso para los niños, que se mete en cualquier parte, y otro el grandulón al que hay que vacunar, alimentar, albergar, y que te fastidia, con su presencia incómoda, el viaje en automóvil a la costa, o al pueblo. Así que al abuelo se le mete en un asilo, y al perro se le lleva a un paraje lejano, se abre la puerta y se le dice, sal, Tobi, juega un poco. Después, el propietario acelera y se larga, sin mirar siquiera por el retrovisor. Libre del jodío chucho.
¿Se acuerdan de aquel anuncio estremecedor, un perro abandonado en mitad de una carretera, bajo la lluvia, sus ojos cansados y tristes, bajo el rótulo: Él nunca lo Haría? Es cierto. Él nunca lo haría, pero buena parte de nosotros sí. Igual usted mismo, respetable lector que hojea El Semanal en este momento, acabo de hacerlo. ¿Y sabe lo que le digo? Pues que, de ser así, ojalá se le indigeste esa paella por la que van a clavarle veinte mil pesetas en el chiringuito, o se le pinche el flotador del pato y se ahogue, cacho cabrón. Porque ya quisiéramos los humanos tener un ápice de la lealtad y el coraje de esos chuchos de limpio corazón. No recuerdo quén dijo aquello de cuanto más conozco a los hombres más quiero a mi perro; pero es cierto. Al suyo, al mío, a cualquier perro."
Pronto postearé otra columna de Perez Reverte sobre los hombres que golpean y matan a sus mujeres. Es aterrador ver cómo heredamos lo peor de los españoles. Porque nos parecemos más de lo que pensamos, pero en el lado oscuro.
Quiere a tu perro. Buenas tardes.